Las funciones de la universidad —crear conocimiento (investigación) y transmitirlo (docencia)— son temas perennes de reflexión y discusión. Más aún, si cabe, en el momento actual, cuando la universidad española se apresta a incorporarse al Espacio Europeo de Educación Superior. Las titulaciones y currículos van a ser homologables, los diplomados van a tener la oportunidad de ejercer sus capacitaciones profesionales en cualquiera de los países de la Unión Europea. Para ello, las instancias europeas suscitan una reforma general en los contenidos y, más particularmente, en la manera de impartir la docencia. Se pretende que los estudiantes sean mucho más activos en la búsqueda de información, en la reflexión que les lleva a asimilarla. Más horas de biblioteca, seminarios, discusiones en grupo y con el profesor figuran en la agenda de los que buscan que el estudiante se reconozca más responsable de lo que sabe y quiere saber. El interrogante inevitable que surge es: ¿está la universidad española preparada para estas innovaciones? El autor responde indirectamente a esta cuestión entrando a fondo en el tema de la cultura de la institución universitaria. También plantea cuestiones cruciales sobre el futuro de la universidad en cuanto instancia que, hasta ahora, conserva y transmite en exclusiva el conocimiento. Y ello por cuanto la misma noción de conocimiento (universitario) deberá superar la sospecha de “dilettantismo” o lentitud de respuesta a los imperativos de rendimiento económico que hoy día nos invaden. ¿Hasta dónde debe plegarse la universidad a las exigencias de la llamada “globalización”? La universidad del siglo XXI, quiéralo o no, va a tener que dar una respuesta.